Rescato hoy un texto que no tiene nada que ver con bicicletas ni con el deporte en general. La cosa va de bares. Que no es que uno los frecuente, más bien "hablo de oídas".
Escribí esto hace unos meses a petición de una "amigueta" (¡qué mal suena en femenino!) para acompañar a una fotografía suya. Lo cierto es que la foto es mucho mejor que el texto, pero se hizo lo que se pudo. Puede verse una copia a gran formato en las paredes del lugar del que hablo.
No hace tanto tiempo que por los rincones de Huelva proliferaban esos
establecimientos en los que gentes de toda condición se reunían en torno a un
mostrador, con la única pretensión de saciar su sed de vino y compaña sobre un
suelo cubierto de serrín y entre cuatro paredes impregnadas de humo y salpicadas
de pequeñas historias. Se trataba de las tascas, templos consagrados al Dios
Baco en los que, mientras se comulgaba con “peseteros” y aceitunas, se
compartían penas y alegrías al ritmo que marcaba un reloj de propaganda de Anís
El Mono, bajo la atenta mirada de los ocho ojos de algún animalito que, con su
tejido, contribuía a la decoración del local.
Pero ese “bulldozer” implacable
llamado progreso fue reduciendo a cascotes cada uno de aquellos museos de lo
cotidiano y lo cercano, en nombre de valores tan innegociables como la higiene,
la estética y las buenas costumbres. De este modo, todas las tascas de la vieja
Huelva acabarían convirtiéndose en bares de diseño, bazares chinos, tiendas de
móviles o, no se puede caer más bajo, en bancos. Tócate las narices.
Pero ¿todas…? Puede que no. En un
rincón de la Isla Chica, un grupo de irreductibles parroquianos resiste contra
viento y marea el embate de los tiempos a modo de aldea gala frente a las
legiones de Julio César. Si nos acercamos podremos leer en el cartel de
Cruzcampo que cuelga sobre la puerta: “Los Cuartelillos”. Sólo el nombre ya
evoca tiempos pasados.
No esperes encontrar en su interior
mobiliario de diseño, cuadros de galerías de arte ni otras cucadas por el
estilo. Estamos en una tasca, señores, con sus sillas y mesas de las de “toda
la vida” y decorada con retales del día a día. Aunque los tiempos y las
normativas han obligado, afortunadamente, a reformar el local para cumplir con
las exigencias actuales, sigue flotando en el aire ese aroma casi imperceptible
que desprende lo añejo.
El “Abraracurcix” de esta particular
aldea es Juan. No siempre fue así: él heredó el trono de su padre, José María,
fundador del establecimiento en su emplazamiento original en el Matadero junto
a su esposa, Salomé, ambos procedentes de Bonares (¿álguien lo dudaba,
tratándose de una tasca en Huelva?).
Juan es de esos taberneros que han
mamado el oficio desde pequeños. Algo gruñón, aunque de trato agradable cuando
se le conoce, pero teniendo muy claro que eso de que “el cliente siempre tiene
la razón”… pues depende cuándo y cómo, ya se estudiará cada caso.
En tiempos pasados (y, al menos en
este particular, mejores) los dominios de Los Cuartelillos se extendían hasta
el muro que se encuentra en la acera de enfrente, junto al Barrio Obrero. Allí se
asentaban los más jóvenes para dar cuenta de unas papas “aliñás” regadas con un
tercio de cerveza o un tintito de verano. Pero tan peligrosa actividad se vio cercenada
de raíz por las autoridades ante las quejas de algún biempensante al que
molestaba la presencia del personal. ¡Hay que joderse!
Es curioso, pero un observador
atento (y ocioso; y aburrido) puede percibir la evolución de la parroquia con
los años. Lo normal es empezar siendo asiduo de la calle, a la sombra de los
naranjos (antes sentado sobre el muro) y formando corrillos más o menos
homogéneos de pie o en torno a los nuevos veladores. Vamos, la infantería de
toda la vida.
Con el tiempo, lo habitual es pasar
al siguiente grupo social: la barra, la quintaesencia de la tasca, el balcón
desde el que uno se asoma a ninguna parte, el altar sobre el que, con cálices
profanos, se celebra la ceremonia de la comunión diaria. Curiosamente, el
tránsito iniciático lleva a que los clientes más asiduos se vayan acercando
poco a poco al lugar más sagrado de la barra: la esquina. Esto ya son palabras mayores, no todo el mundo
puede acceder a ese recinto sin profanarlo. Hay que haber mamado mucha mili.
Pero el tiempo no perdona, las
piernas se van cansando, las espaldas no son las mismas y hay que asumirlo:
toca pasar a la reserva, a las mesas. Allí, cerca del suelo (es sabido que de
ahí viene la palabra “solera”) los santones destilan historias acumuladas tras
años de experiencia. A muchos se nos coge un pellizco cerca de los genitales al
recordar nombres como los del mismo José María, Alfonso, Manolo “El Músico”,
Lucas, Gabriel…
Sin embargo, esta estratificación
social no es estanca sino, por el contrario, bastante permeable. No es difícil
observar a clientes de toda la vida que, quizá aquejados de un recalcitrante complejo
de “Peter Pan”, son reacios a ocupar su merecido puesto en la barra y prefieren
mantenerse fieles a sus inicios en la calle. También los hay que, con poco
tiempo en el convento y gracias a las muchas virtudes que les adornan, acceden
directamente al sagrario de la esquina o mucho novicio de culo pesado que no
tiene más remedio que recurrir a las mesas para reponer fuerzas con un
“montaito” de palometa o una tapita de “alioli”.
Esperemos que esto se mantenga así
por muchos años y que Los Cuartelillos y demás tascas supervivientes al progreso
(que alguna otra queda por ahí, no hay que dramatizar) sigan siendo lugar de encuentro
en el que se comparten dichas y sinsabores, se arregla el mundo de un plumazo,
se celebran triunfos de tu equipo y se resguarda uno de la tormenta de
mediocridad y mala baba que está arreciando por ahí afuera.
Salud,
Parroquiano.
¡ muy bueno Jose Luís!. Besos y abrazo a todos los parroquianos-as, de un parroquiano.
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