Os traigo por aquí el relato de mi incursión hace unos
fines de semana en eso que se llama “deportes de aventura”.
No sé si conoceréis al monologuista Leo
Harlem. Merece la pena echarle un rato, es un tío divertido. Pues bien, en una historia que
contaba acerca de esos deportes de aventura venía a decir que “el barranquismo
consiste, básicamente, en bajar un río por donde no es”. Se puede decir más
alto, pero no más claro. Lo has clavado, Leo.
La cuestión es que el pasado diciembre,
por el cumpleaños de Pepa, se me ocurrió la ¿feliz? idea de regalarle un bono
para dos actividades de esas de aventura: rafting
y barranquismo. Lo del rafting me lo
recomendó un compañero del curro y del barranquismo me habló muy bien Ale, amiguete
que lo había practicado meses antes.
La mejor época para ambas actividades parece
ser que es en torno al mes de agosto, así que cuadramos los planes para
combinar las dos historias un sábado y el domingo siguiente. Así el lunes estaríamos
con la adrenalina esa por las nubes.
RAFTING.
La cosa tuvo lugar en el río Genil, en un
tramo que transcurre entre El Tejar y Palenciana, al sur de la provincia de Córdoba.
Viendo los alrededores, secos como las cañerías de una pirámide, no se puede uno
imaginar que el río corra con tanta fuerza.
Tras unas breves explicaciones de
seguridad y de maniobras básicas (“palante”, “patrás”, cómo sacar a un "nota" del
agua y poco más) te dan una cuchara como las de los helados pero a lo tocho y
te plantan un casco tipo Calimero y un chaleco salvavidas. Yo, como una vez
estuve en Bilbao, renuncié al neopreno. Ya tengo suficiente aislamiento
adiposo.
De esta guisa quedé más o menos.
Los más graciosetes pueden ahorrarse el
chistecito: no, no llevo un neopreno blanco. Esa es la combinación de colores
que se nos queda en la piel a los esforzados ciclistas que no queremos playa ni
en pintura.
Tras inflar las embarcaciones (tres), que
daban un poco de “yuyu” porque tenían algún que otro parche, nos montan
repartidos en grupos de ocho o nueve más un monitor en cada una. A mí me ponen
delante porque, por lo visto, allí es donde deben ir los más fuertes (así lo
interpreté yo, aunque creo recordar que el monitor dijo, más bien, los más pesados).
Frente a mí iba un chaval, Mario,
bastante más canijo que yo (si, ya sé que no es difícil). Cuando lo colocaron
allí se le puso “mu malita cara”. Resulta que cuando alguien cae al agua, el
encargado del rescate es el que se sitúa justo frente a él. Pues bien, al tal
Mario le cayó el papelón de pescarme a mi. Se ganó el jornal, el muchacho.
Lo cierto es que la historia es de lo más
divertida. Se alternan tramos de río más tranquilos con zonas de rápidos. En
las partes más calmadas, además de remar, te dedicas mayormente a hacer el cafre,
embistiendo a las otras embarcaciones, abordándolas, arrojando gente al agua,
siendo arrojado tú mismo, haciendo el caballito con la canoa… en fin, cosas de chavalotes. Constantemente
va gente al agua a la que hay que rescatar y subir a la canoa. El agua está
bastante fresquita, pero soportable sin neopreno.
En los rápidos hay que ponerse más serio,
obedeciendo las instrucciones del monitor para pasarlos decentemente,
esquivando piedras, troncos, ramas y demás. Se nota la sensación esa de
cosquillas en los huevecillos.
Tras algo menos de hora y media de
descenso toca recoger los tiestos, último bañito y te devuelven a la base. Cervecita
de emergencia y proa hacia Almuñécar, donde haríamos noche.
BARRANQUISMO.
Después de cenar en un chiringuito y de echar un
cubatilla junto a la playa en Almuñécar (bastante ambiente) fuimos a descansar
al hotel. Bueno, al menos yo, que Pepa no pegó ojo. La mañana siguiente tocó
madrugar para llegar al punto de encuentro en Otivar.
Tras un “no desayuno” en el bar en que
habíamos quedado (¡mira que no tener tostadas!), a los coches hacia el punto de
partida. Lo primero que te encuentras es que hay que pasar por una propiedad
privada en la que están haciendo el agosto cobrando peaje por atravesarla: aquí, el que no corre, vuela. En cualquier caso ya estábamos avisados de esta
circunstancia.
Reparto de material: otro casco de
Calimero, calcetines de neopreno, arnés de seguridad y traje de neopreno. Esta
vez sí lo cogí: cuando estuve en Bilbao no me quedé en el centro sino en un
hotel de las afueras. Toca una subida a pata bastante “cañera” y acarreando el
material. Al llegar al punto en que se empieza el descenso vas con el piloto de
la temperatura en rojo, por lo que se agradece el bañito en la primera poza.
Allí vemos a una chica de otro grupo
dudando si saltar desde una altura considerable hasta la poza. Personalmente,
en ese momento me pareció una locura lo que iba a hacer. Iluso de mí, no sabía
lo que el futuro me depararía poco después.
Toca vestirse de romano. Casi me dejo las
yemas de los “deos” tratando de embutirme el neopreno y cuando al final lo
conseguí, tan apretado, tan negro y con tantos bultos, parecía enteramente, como dice Leo Harlem, una
morcilla de Burgos.
Empieza la acción. Los primeros tramos consistían en lo que los que sabemos de esto llamamos progresión a pie. O sea, andar
por el cauce del río tratando de no dejarte un tobillo en una mala pisada.
Tras
varios tramos de pateo, otros nadando, algún pequeño tobogán y un importante
culazo al resbalarme con una piedra, llegamos al primer salto. En este momento me planteo seriamente qué
cojones hacía yo allí. No me gusta ni siquiera tirarme “a bomba” en las
piscinas y de repente me veo ante una caída de varios metros con una poza de
agua abajo y teniendo que hacer un acto de fe para creer al monitor cuando
decía que había profundidad suficiente. La cuestión es que, en parte por
vergüenza torera y en parte para no pensármelo mucho, salté de los primeros: el
mal rato, pasarlo pronto.
No voy a decir que durante el salto viese
pasar mi vida como una película, pero casi. Lo cierto es que las cosquillas el
los huevos del día anterior en los rápidos se quedaban en nada frente a la
sensación de caer al vacío ¡Qué “mieo, shiquillo”! Por un momento temí que el
interior de mi neopreno iba a tener que sufrir al final de la jornada un lavado más enérgico que un simple enjuagado con agua. Eso sí, después se te queda una sensación agradable
en el cuerpo, como de alivio, de relajo.
Siguió la cosa con más pateos, nados,
saltos, todo ello por un recorrido espectacular, con bonitos paisajes, un agua
limpísima y a una temperatura muy agradable. El lugar merece la pena
independientemente de hacer o no el descenso del barranco. Así llegamos al
primero de los dos rapels. Aquí ya mi
parecido con una morcilla iba a ser total, colgado de una guita y todo.
Yo, hasta ese momento, lo único que había
hecho con cuerdas era acompañar alguna de Sabina a la guitarra. Por rapel sólo me venía el hortera ese con
túnica y gafas que no adivina ni el reintegro de la ONCE dándole diez
oportunidades.
Lo del descenso con cuerda sí que me
motivaba. Lo que sucede es que iniciarte en una pared irregular, en curva y
bajo una cascada que no te dejaba ver un panizo, hace que bajes como buenamente
puedes, sin encontrar apoyo para los pies, pegando más golpes que el badajo de
una campana y sin saber ni dónde estás. Pero bueno, al menos vas agarrado a
algo.
Algún salto más y se llega al segundo rapel. Este lo disfruto más, es más
limpio y con menos agua, lo que permite bajar más controlado. El tramo final es
volado, descolgándote sin apoyo en pared alguna. Resultó divertido.
Un poco más abajo estaba el último salto.
Este era el de mayor altura (7 u 8 metros, calculo) y con el agravante de tener
que saltar sobre unos matorrales de romero que impedían ver el punto de caída.
Haciendo de tripas corazón conseguí reunir el valor suficiente para lanzarme y,
ya abajo, disfrutar de un agradable y relajante bañito en la última poza. Desde
allí veo como unos descerebrados cordobeses que iban en nuestro grupo se van a
la pared que estaba frente a la del matorral y en la que había dos plataformas
a unos 12 y 15 metros de altura. Pienso para mis adentros “se van a rajar, no
saltan”. ¡Los cojones! desde las dos se tiraron, los muy tarados. Eso sí que
daba miedo, nada más que verlos caer.
En definitiva, muy divertido también esto
del barranquismo. Te quedas con ganas de repetir la experiencia. Eso sí, físicamente
es duro. Estás constantemente haciendo esfuerzos, apoyos raros, ayudándote con
los brazos, dándote golpes... Vamos, que el lunes tenía el cuerpo como si me
hubiese atropellado un autobús.
A Pepa también le encantó el fin de
semana aventurero. Al fin y al cabo, de eso se trataba, que para algo era su
regalo de cumpleaños. Ya veremos qué le depara el próximo…