Tiempo
hace que no coincide que encuentre un ratito para escribir, que tenga ganas de
hacerlo y que se me ocurra algo sobre lo que cascar, pero no quiero dejar de poneros
al día (aunque muchos ya estáis al tanto) sobre los últimos acontecimientos que han irrumpido en mi existencia y
que han condicionado, al menos temporalmente, mi relación con el hilo argumental
de este “blog”: la bicicleta.
Supongo
que será cosa de la edad, de la falta de mantenimiento o de que la máquina no
es que sea un “rols rois”, precisamente, pero la cuestión es que mi mecánica ha
empezado a dar algunos fallos. Cosas de electrónica (de chapa y motor sigo
estupendo): un cable se deber de haber pelado y ha empezado a chisporrotear por
la zona del ordenador de a bordo, dando como resultado una merma en el sentido
del equilibrio.
La
cosa empezó con unos vértigos agudos (de caerme al suelo, vamos) y fue
evolucionando muy poco a poco, empezando por poder a andar por la calle con
dificultad, pasando por correr por el campo con bastante normalidad y acabando
en un estado de “acarajotamiento” constante (sí, más de lo normal) y sensación
de desequilibrio al hacer determinados movimientos.
Tras
notar una primera mejoría y reincorporarme al curro, traté de subirme en la
bici, con un resultado nefasto: imposible pedalear más de unos cuantos metros. En
cuanto tenía que hacer el más mínimo movimiento con la cabeza, perdía el
equilibrio y me iba al suelo si no andaba listo al poner los pies. Me sentía
igual que cuando, hace una pila de años, mi padre se mataba a correr detrás de
mí para que no me partiese la crisma mientras daba mis primeras pedaladas
vacilantes por El Real de Calañas: era como si nunca hubiese sabido montar en
bici.
Tras
algún diagnóstico médico poco afortunado, la solución al problema pasaba por
hacer una serie de ejercicios de rehabilitación con los cuales el cerebro debía
acostumbrarse a trabajar en las nuevas condiciones, con la información que actualmente
recibe. Con ello, la recuperación podía ser más o menos completa, pero en todo
momento me dejaron claro que lo de volver a montar en bici no era nada seguro,
dependería de cómo respondiese mi pelota a los ejercicios.
Eso
sí, me decían que no tendría problemas para hacer “vida normal”. “Vida normal”… ¿pero qué es “vida
normal”? Para mí, hacer “vida normal” durante mucho tiempo ha sido almorzar
vestido de ciclista, estar pedaleando al poco rato con las lentejas en la boca,
echar el bofe tratando de seguir la rueda de Domi por el enduro y soplarme después
tres tercios fresquitos con El Churrero, por lo bien que lo hemos hecho. Esa “vida
normal” sí que la veía peligrar.
Total,
que me puse con lo de la rehabilitación. Los ejercicios… pues no penséis que la
cosa va de levantar pesas, hacer flexiones ni matarse a abdominales. Más bien se
trata de cosas de octogenario reumático: darle vueltas a una silla, mover la
cabeza con gestos de afirmación y negación, tirar una pelotita y recogerla… en
fin, acción trepidante como veis.
Pero
me puse a ello con todas mis fuerzas (bueno, fuerzas, fuerzas, no es que hagan
falta muchas) y la mayor de las disciplinas, aunque la evolución que notaba era
mínima o inexistente. Durante mucho tiempo me seguía sintiendo absolutamente incapaz
ni siquiera de hacer el intento de subirme a una bici. Supongo algo de secuelas
había pero que en gran medida se debía al miedo a frustrarme ante un nuevo
intento fallido.
El
punto de inflexión fue el día de la Huelva Extrema. Tras una jornada viviendo
la prueba como espectador y “con el moco caído” por no poder estar metido en el
fregado, unas cuantas cervezas me dieron el ánimo suficiente para agarrar la
bicicleta del amiguete “Jose Cadi”, que acababa de llegar a meta y subirme a
ella cual jinete de rodeo, con el ánimo de no morder el polvo a las primeras de
cambio. Eso sí, probé en blandito, en la zona de césped, por las dudas. Y la
cosa no fue mal del todo: aunque me notaba inseguro, fui capaz de dar unas
vueltas sin que el suelo se me subiese al hombro.
Con
el ánimo por todo lo alto, el siguiente fin de semana hice una nueva prueba con resultados bastante satisfactorios. Con algunas limitaciones en determinados gestos (sobre
todo al mirar hacia atrás) podía montar con relativa normalidad. Tras algo más
de tres meses sin rascar pedal no os imagináis la felicidad que experimenté dando
una vueltecita por los pinos, después de haber llegado a pensar que jamás
volvería a poner el culo en un sillín.
Tras
ello he ido dando pasitos hacia la normalidad, llegando a salir sin problemas
con el grupo de las tardes a ritmos aceptables y por todo tipo de terrenos y
volviendo a utilizar mi “chiquenina” (la plegable) para los desplazamientos por
ciudad.
En
todo este camino ha habido momentos de incertidumbre, de miedos (a ratos, mucho
miedo) y de pasarlo mal (a veces, muy mal) en los que siempre he contado con la
mejor de las compañías a mi lado. En todo momento me ha apoyado, ha tratado de
animarme y me ha impulsado a no rendirme. Y la cosa tiene especial mérito dado el
asquito (en parte justificado) que le tiene cogido a “la otra” (la bici). Gracias
y sabes que te quiero.
Gracias
también a todos los amiguetes que os habéis interesado por mi estado y que me habéis
transmitido vuestros ánimos. Ya os lo pagaré con relevos largos y a buen ritmo.
Ahora,
pues a tratar de volver a la normalidad. Tenía la intención de meterme en el
fregado de Almonaster, aunque fuese totalmente fuera de forma. Se trataba de
intentar disfrutar (o sufrir lo menos posible) y llevar la bicicleta hasta la
mezquita, sin mayores pretensiones. Pero se ve que esto de las goteras va en
serio: un resfriado galopante me ha dejado de nuevo en el dique seco, impidiéndome
acudir al maratón y dejándome con el pellizco en el alma de haber faltado a mi
cita anual con el San Cristóbal. En fin, el año que viene será.