Recupero aquí unas líneas que escribí allá por febrero de 2.008, tras una salida cualquiera de un día cualquiera. No sé si tendrá algo que ver, pero la media que me salió ese día es la más alta que he logrado jamás fuera de competición. Supongo que la falta de riego al cerebro influiría para escribir esto.
La de ayer fue una de esas tardes en las que uno siente la
necesidad de machacarse un poco sobre la bicicleta, que la tenía muy
abandonada. Así que, tras comer un bocado deprisa y corriendo, me vestí de
superhéroe y tiré hacia la salida más accesible de la ciudad con la insana
intención de hacer la vuelta habitual por la zona de la costa a buen ritmo. El
cielo no hacía presagiar nada bueno, con unos oscuros nubarrones amenazando
desde el horizonte y un viento gélido que animaba más a dedicar la tarde a menesteres
hogareños que a andar por ahí pegándole patadas a los pedales.
La cosa es que cuando enfilé el carril bici, sentí a mi lado la
presencia de un ciclista, que no sé de dónde habría aparecido. Se trataba de un
tipo con mirada torva, callado y serio hasta el extremo de parecer que estaba
enfadado con el mundo. Iba a un ritmo muy parecido al mío así que decidí
hacer la ruta con él, si es que conseguía aguantarle.
Conforme iban pasando los kilómetros me daba cuenta de que el
individuo al que me había ligado mi destino durante un par de horas era una
especie de sádico, un ser despiadado y sin alma que haría todo lo posible por
dejarme extenuado, por poner mi corazón por encima de lo que racionalmente
sería aconsejable y por hacerme sentir el sabor de la sangre en mi boca reseca.
Cuando yo necesitaba subir un par de dientes para afrontar un
repecho con más desahogo, él me obligaba a bajarlos y ponerme de pie
sobre los pedales para mantener el ritmo. Si en un tramo en descenso
mis piernas pedían a gritos dejar de dar pedales para relajar un poco, él me
hacía meter toda la tranca y subir cadencia para aumentar la velocidad. Cuando
mis cervicales solicitaban un instante de clemencia, él me imponía agarrarme a
la parte baja del manillar para tratar de esconderme del viento que me azotaba.
Si al llegar al Cruce mi ya maltrecho cuerpo hacía amago de enfilar el carril
bici en busca de una reconfortante ducha caliente, él prolongaba la ruta hasta Punta
Umbría, haciéndome además subir el ritmo para intentar (y conseguir) cazar a varios
ciclistas que avistamos en lontananza al final de una interminable recta.
Pero el colmo del sadismo lo demostró cuando, ya en el carril
bici, con el corazón en la boca y la vista nublada por ir a tope en los repechos,
de repente el cielo se tiñó de un negro sepulcral y empezó a arrojar sobre mi
cuerpo indefenso todo un catálogo de posibles presentaciones del líquido
elemento: primero una fina lluvia, a continuación un lacerante manto de granizo
y finalmente una tromba de agua que dejaba charcos de más de un palmo de profundidad
en algunas zonas del asfalto. Pues bien, ni en esas condiciones, con el piso
resbaladizo y el agua frenando el avance de las ruedas, tuvo mi acompañante
piedad de mí y me obligó a apretar los dientes hasta llegar exhausto a la
rotonda de Astilleros, punto final de la ruta.
Cuando, tras recuperar medianamente el resuello y la claridad de
la vista, busqué con la mirada a mi acompañante, ya no estaba allí, se había
esfumado entre la lluvia, sin despedirse, tal y como había aparecido dos horas
atrás y dejándome con sensaciones contradictorias: físicamente destrozado,
aterido de frío y calado hasta los
huesos pero con el regusto agradable de haber aguantado el ritmo de aquel
hijoputa.
En fin, ayer salí solo, solo con mis pensamientos.
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