viernes, 2 de diciembre de 2011

MALAS COMPAÑÍAS

Recupero aquí unas líneas que escribí allá por febrero de 2.008, tras una salida cualquiera de un día cualquiera. No sé si tendrá algo que ver, pero la media que me salió ese día es la más alta que he logrado jamás fuera de competición. Supongo que la falta de riego al cerebro influiría para escribir esto.






La de ayer fue una de esas tardes en las que uno siente la necesidad de machacarse un poco sobre la bicicleta, que la tenía muy abandonada. Así que, tras comer un bocado deprisa y corriendo, me vestí de superhéroe y tiré hacia la salida más accesible de la ciudad con la insana intención de hacer la vuelta habitual por la zona de la costa a buen ritmo. El cielo no hacía presagiar nada bueno, con unos oscuros nubarrones amenazando desde el horizonte y un viento gélido que animaba más a dedicar la tarde a menesteres hogareños que a andar por ahí pegándole patadas a los pedales.

La cosa es que cuando enfilé el carril bici, sentí a mi lado la presencia de un ciclista, que no sé de dónde habría aparecido. Se trataba de un tipo con mirada torva, callado y serio hasta el extremo de parecer que estaba enfadado con el mundo.  Iba a un ritmo muy parecido al mío así que decidí hacer la ruta con él, si es que conseguía aguantarle.

Conforme iban pasando los kilómetros me daba cuenta de que el individuo al que me había ligado mi destino durante un par de horas era una especie de sádico, un ser despiadado y sin alma que haría todo lo posible por dejarme extenuado, por poner mi corazón por encima de lo que racionalmente sería aconsejable y por hacerme sentir el sabor de la sangre en mi boca reseca.

Cuando yo necesitaba subir un par de dientes para afrontar un repecho con más desahogo, él me obligaba a bajarlos y ponerme de pie sobre los pedales para mantener el ritmo. Si en un tramo en descenso mis piernas pedían a gritos dejar de dar pedales para relajar un poco, él me hacía meter toda la tranca y subir cadencia para aumentar la velocidad. Cuando mis cervicales solicitaban un instante de clemencia, él me imponía agarrarme a la parte baja del manillar para tratar de esconderme del viento que me azotaba. Si al llegar al Cruce mi ya maltrecho cuerpo hacía amago de enfilar el carril bici en busca de una reconfortante ducha caliente, él prolongaba la ruta hasta Punta Umbría, haciéndome además subir el ritmo para intentar (y conseguir) cazar a varios ciclistas que avistamos en lontananza al final de una interminable recta.

Pero el colmo del sadismo lo demostró cuando, ya en el carril bici, con el corazón en la boca y la vista nublada por ir a tope en los repechos, de repente el cielo se tiñó de un negro sepulcral y empezó a arrojar sobre mi cuerpo indefenso todo un catálogo de posibles presentaciones del líquido elemento: primero una fina lluvia, a continuación un lacerante manto de granizo y finalmente una tromba de agua que dejaba charcos de más de un palmo de profundidad en algunas zonas del asfalto. Pues bien, ni en esas condiciones, con el piso resbaladizo y el agua frenando el avance de las ruedas, tuvo mi acompañante piedad de mí y me obligó a apretar los dientes hasta llegar exhausto a la rotonda de Astilleros, punto final de la ruta.

Cuando, tras recuperar medianamente el resuello y la claridad de la vista, busqué con la mirada a mi acompañante, ya no estaba allí, se había esfumado entre la lluvia, sin despedirse, tal y como había aparecido dos horas atrás y dejándome con sensaciones contradictorias: físicamente destrozado, aterido de  frío y calado hasta los huesos pero con el regusto agradable de haber aguantado el ritmo de aquel hijoputa.

En fin, ayer salí solo, solo con mis pensamientos.





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